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        Tendría apenas cuatro años cuando mi madre me inició en el hábito de tomar mate. Fue un día cualquiera de verano al terminar de ayudarla en la tarea de limpiar la cocina del comedor de los peones, de la estancia donde trabajábamos –ya que ella, con mi escasa asistencia, daba de comer a unos treinta trabajadores-.  Brevemente diré que mi labor consistía en secar los platos, traer leña, y –banco mediante- pulir con ladrillo y ceniza la superficie de la cocina económica. Finalizadas estas tareas mi madre se sentaba al reparo de una sombra larga para coser a mano nuestra ropa y algún encargo “para afuera”. Así fue que, por falta de tiempo para cebarse sus mates, mi madre me enseñó a hacerlo.

        Recuerdo claramente que cuando el zapateadito de la tapa de la pava alertaba a mi madre, como avisando que el agua se había hervido, ella, sin levantar la mirada de la costura, apenas elevando la voz, me decías “Fíjate, me parece que la pava anda volando…” Y claro, yo volvía a la realidad: procedía a tirar el agua “quemada” hervida, llenaba nuevamente la pava y vuelta a ponerla al rescoldo. A propósito y por si alguien científico está leyendo esto: ¿Será posible que el agua calentada con leña –o al rescoldo- no tenga el mismo sabor que el mismo líquido calentado sobre una hornalla de gas?; yo creo que es diferente. También siempre me pregunté porqué no se podía cebar con “agua quemada” y sólo se logran buenos mates utilizando agua caliente, pero “cruda”.

        Tuvieron que pasar cuarenta años para saberlo… Y mis recuerdos siguen con el mate como eterno mediador a cuestas.  En mi adolescencia estuve temporariamente en la capital de mi Córdoba.  Durante esa estada, no sólo disfruté del humor provinciano que convierte en cuento risueño algo que ocurrió “de verdad”; gusté además de mates en “el Abrojal” y “la Cañada”, que si bien esta última no es exactamente una cañada, igual sirvió para inspirar a tantos y tan buenos poetas. Recuerdo, en esa hora de la tarde cuando los gorriones comienzan a disputar su lugar en los paraísos, a mi gente sacando sus sillas petisas pintadas de azul y con asiento de paja trenzada a la vereda.  Los hombres casi siempre de pantalón y alpargatas blancas e, indefectiblemente, con camiseta musculosa, instalándose en sus lugares, en esas aceras sin baldosas pero recién regadas y barridas, siempre dejando un espacio entre dos cortas filas de asientos para que pasen los vecinos. Es imposible olvidar ellas, las niñas de la casa y a las señoras, con sus vestidos floreados, tal como las describe el extraordinario poeta entrerriano Carlos Alberto Álvarez en su “Romance de la cebadora”, que encontrará el lector hacia el fin del libro. Todos unidos, familias y vecinos, alrededor de algo que, como pocas cosas en el mundo une a las personas: el mate.

        ¿Formas de cebarlo ahí?: varias.  Aún no se utilizaba el termo y algunos vecinos llegaban al extremo de ubicarse en la vereda con un brasero… Otros se limitaban atraer su “equipo de mate” y la pava rebosante de agua muy, pero muy caliente. También existía otra manera de cebado: se la conocía como la del “mate chancleteado” o “caminado” aunque ésta era la de uso menor debido a lo siguiente: estos mates se cebaban en el interior de la casa y “la patrona”, con el respectivo calzado polifónico (la “chancleta”, nombre que recibe popularmente la chinela, sea del tipo que fuere), los llevaba y traía unitariamente.


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Ultima Actualización:25-Ago-2008

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